Ya les cuento: regresamos de Morelia hoy mismo. Ya tarde, y muertos de cansacio: el Vocho y yo ya no estamos para estos trotes [lo cual no determina en modo alguno, por supuesto, que estemos planeando dejar de hacerlo... es sólo una cruenta realidad que debemos admitir. Yo estoy sedentarizándome, certifica mi panza, y a él le hace falta un chicote nuevo en el clutch].
Esta vez fuimos acompañados por una tercera aventurerilla, que se nos unió de último momento. Muy bienvenida la de la sonrisa inocente.
¿Qué fuimos a hacer a Morelia? sencillo: lo que sea que se hace en Morelia durante un viaje sin objetivo. Deambulamos por sus callejuelas, entramos a sus bares, paseamos por sus zoológicos, reconocimos a su gente y compartimos piel y sábana desprovistos del molesto pudor inicial.
[Bueno, el Vocho no. Él se quedó afuera]
Ahora sí, entramos en materia: recordé. Este par de dias hubo bocadillos de varios pasajes de mi vida. Nada muy revelador; sutilezas: olores, imágenes, canciones, palabras.
Como aquel día en que, mientras la adolescencia comenzaba a cicatrizar, yo me enamoré un poquito más de la chef al verla maquillada de noséquién de Kiss, recorriendo desde Chapultepec hasta los lindes de San Jerónimo en su peserito, sólo por el encanto de ser quien era.
O la implacable progesión de En el claro de la Luna, con la que Silvio, talismán y cataclismo mediante, condenó una historia anónima que no pudo ser miel de abeja en vez de sal.
Recordé las interminables discusiones en que sabíamos todo. Bueno, yo no: ellos. Ustedes. Y yo los contemplaba boquiabierto. Sabían tanto, y había tanto asombro en el aire, y una guitarra que nos explicaba los silencios: era que pasaba un ángel y nos robaba la voz. La poesía no era un brebaje oscuro, ni un reglamento (jo! toma eso, Becquer!).
Y también que tengo un amor desfasado, que callé cuando no debí y ahora es la anécdota más socorrida de dos viejos que se aman sin saber si al final quedarán juntos, o si todos sus planes de perpetuidad son sólo una broma compartida. Y la vieja de este viejo, que nunca ha sido suya, sino más bien él de ella, a veces renace de su amor callado por uno que vive en la Morelia que hoy su desfasado viejo comparte con alguien más.
Recordé al abuelo en gente desconocida. En ancianos que varias vidas atrás anduvieron en sus pasos, y que hoy (o ayer, o antier) se sientan a regalar folletos a los turistas de sombrero y cámara, sin hablar jamás sobre su historia compartida con mi abuelo.
O aquel sueño, el único. Nunca más he volado: sólo aquella vez en que me confundía con una parvada y cruzaba a vuelo la tierra mojada de Guanajuato, tan parecido su olor con esta, la de ayer; recordé a mis otros parientes, los innombrables, los del silbato del tren que anoche no nos dejó dormir. Mi abuela, la que murió hace doce años sin morir, y estrenó nietos nuevos sin decirnos adiós o buena vida.
Recordé que soy michoacano. Así, con minúsculas, como soy capricornio, diestro y egoísta.
Y sobre todo, recordé la forma en que se acaricia sin prisas; recordé las noches más parecidas a paréntesis que a sentencias; recordé la forma correcta en que se consuela a quien ha tenido pesadillas en las que uno mismo es el tirano. Recordé que caer de pie es un arte que aún no domino. Recordé mucho en dos días.
Lindo viaje.