La noche comenzó en forma de sonrisa. La sonrisa en la almohada contigüa que les había pedido a los tres encapuchados del otro día; más inocente de lo que hubiera querido, pero ahí está. Cuando nos despedimos, la sonrisa seguía ahí, y seguirá mientras no note mis ojeras, o mientras yo no muestre la dentadura. De eso estoy crudamente seguro. Las ojeras y los colmillos son cosas que (lo digo no sin vergüenza) ahuyentan a ciertos tipos de sonrisas.
Cuando regresé a casa, más caído en el cinismo y la autocomplacencia (más repuesto), me encontré a Don Segismundo, el de los libros, comiendo mandarinas en la entrada de su casa. Estuvimos platicando de nuevo. Hacía mucho que no lo hacíamos. Entre muchas otras cosas, sigue necio con la idea de que me vaya a vivir lejos. Dice que eso hacen los adultos, se van a vivir lejos cuando hay oportunidades, y yo le digo que no, que eso de emigrar a tierras más prósperas lo hacen los patos.
Platicamos mucho tiempo. Horas. Él defendía sus puntos y yo me olvidaba de la eminencia que es, y lo mandaba al demonio. Al final nos cansamos, cambiamos de tema, y como lo aburrí se fue a la cama.
Aunque no cedí un centímetro (y me enorgullece decirlo; no es fácil ganarle) hay que concederle razón a don Segismundo. El mundo se me está haciendo chiquito, y si me descuido va a acabar por ceñírseme al cuello en forma de corbata (líbreme dios!). Por lo pronto ya huelo a tinta, pero eso no es tan malo. Después de todo, llevo mucho tiempo oliendo a tinta. Más del que quisiera recordar.
Por lo demás, anoche soñé por primera vez en mucho tiempo. No fue un mal sueño, sólo uno desconcertante. Se supone que debería haber dejado de soñar contigo desde hace mucho, no? Soñé contigo, te decía en el mensaje y en la línea anterior. Contigo y con todas las D's que te rodean. Y digo todas: La que te acompaña, la que te enseña, las que te dieron vida (aunque una de ellas no sea D, y más bien duplique nombre con mi madre), las que comparten sangre y apellido contigo. Todas. Hasta las que no quisiera conocer, estaban en el sueño. Y a mí sólo me acompañaba mi hermano. Pasábamos Navidad en tu casa (extrañísimo, por obvias razones). Tu papá, un caballero. Pero en serio, un tipazo. Me cayó bien en mi sueño; en la vida debe ser eso mismo, pero potenciado. Repito: se supone que debería de haber dejado de soñarte hace mucho.
El problema de ser hijo ilegítimo de Sabina es que uno se cree sus canciones. Los 19 días ya pasaron, y el saldo fue blanco, pero andaremos rozando las 100 noches de 500 que adeudo. Que duro. El reloj marca las 5:14 de la madrugada, y ya es habitual que a estas horas siga despierto (menuda herencia dejaste; me encanta).
Más o menos a las 7 (¿cómo puede ser que la misma estúpida manecilla haga tan buen papel de verduga como de redentora?) la noche del 22 de enero se acabó. Quiero decir, para mí. No fue un mal día, y me atrevería a decir que tampoco fue mala noche; después de todo, este asunto de la indefinición no es tan molesto cuando uno sabe caminar por la orilla de su propia vida.
-LuMmo.
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